miércoles, 28 de junio de 2017

'Masculinidades y feminismo', un espacio de “incomodidad productiva”

Jokin Azpiazu Carballo, sociólogo y activista, desafía los debates en torno a la masculinidad y a los grupos de hombres en Masculinidades y feminismo, un libro que, lejos de cerrar horizontes, abre nuevos y provoca cortocircuitos.

Jokin Azpiazu Carballo. / Fotografía cedida

Hace cuatro años, Jokin Azpiazu Carballo (Ermua, 1981), sociólogo y activista, dejaba en Pikara Magazine una pregunta en el aire. En su obra Masculinidades y feminismo, amplía su propuesta de una revisión crítica sobre los debates relacionados con la masculinidad y los grupos de hombres por la igualdad; una reflexión para generar cortocircuitos; un espacio de “incomodidad productiva”.
No ha estado solo para componerla: desde temprana edad, se relacionó con los movimientos feministas; en 2005, se mudó a Barcelona y formó parte de Alcachofa, “el grupo de hombres contra el sexismo y el patriarcado”; tres años después, regresó al País Vasco y retomó sus estudios culminándolos con un máster de género; y, en efecto, durante el proceso, han sido innumerables los debates que ha mantenido abiertos con grupos de diversa índole.
En el primer capítulo, citas a Donna Haraway para proclamarte un «testigo modesto, transmisor subjetivo de una rica reflexión colectiva». ¿Por qué lo haces?
Masculinidades y feminismo no parte de reflexiones en solitario. He mantenido muchísimos debates y conversaciones con personas, colectivos y grupos, generalmente con gente de los movimientos feministas y LGTB; por ello, el libro tiene un componente colectivo detrás. Mi trabajo ha sido juntar esos debates; desde lo más formal, hasta lo más informal; desde charlar con amigas en barras de bar, hasta mi experiencia en grupos de discusión. No todo se me ha ocurrido a mí solo.
Nada más comenzar, desde el sofá de una sala contigua a su despacho –también es investigador en la Universidad del País Vasco–, Jokin Azpiazu subraya la importancia de un término que utiliza a lo largo del libro: la mirada. “Me planteé que, en muchos grupos de hombres y en trabajos en torno a la idea de qué es la masculinidad, el enfoque que se estaba dando seguía centrado en la propia mirada masculina y, además, desde la experiencia de una masculinidad concreta”, explica. Por ello, recomienda que los varones abandonen esas miradas y opten por otras que, construidas desde otras posiciones, puedan ayudarles más.
Un lugar donde encontrarlas, según él, es en el movimiento feminista, pero también más allá. El sociólogo opina que los grupos de hombres, mientras sí abren debates sobre sus relaciones con el feminismo, no siempre tienen en cuenta las miradas de los colectivos LGTB. “Los hombres, para deconstruir su masculinidad, deben prestar atención a los sujetos que hemos transitado por modelos no-legitimados”, dice. Además, sugiere que ambos colectivos suelen descuidarse entre sí: “Los hombres podríamos utilizar la referencialidad, las figuras, las teorías políticas o las vivencias LGTB y, asimismo, el colectivo gay podría repensar la masculinidad para luchar contra el machismo en su seno”.
En su tesina, Azpiazu analizó el discurso básico de algunos grupos de hombres e identificó varias cuestiones problemáticas. En Masculinidades y feminismo amplía el diagnóstico: por un lado, detecta la mirada ombliguista mencionada previamente y, por el otro, indica un riesgo de que refuercen el binarismo de género “planteándose como la otra cara respecto a los grupos de mujeres no-mixtos”. No le encuentra sentido: “Sería una locura pensar que los hombres nos reunimos porque nos sentimos oprimidos. Podemos sentirnos oprimidos, pero no podemos olvidar que pertenecemos al bando opresor”.
Apuntas que «la comodidad es improductiva» y abogas por la creación de espacios que generen una «incomodidad productiva». ¿Cómo se genera?
La idea de pensar que, en espacios cómodos y tranquilos, siempre se trabaja mejor, es equivocada. En los debates en torno a la masculinidad, como en todos, es necesario un mínimo de tranquilidad para empezar, pero, de vez en cuando, también hay que romperla. Es curioso. Cuando valoramos sesiones de trabajo o talleres de masculinidades, muchos chicos dicen: “He estado muy a gusto”. No está mal, pero si no hay algo incómodo, nos podemos quedar en el mismo sitio. Las cosas no tienen que ser solo interesantes; también tienen que ser transformadoras.
Masculinidades y feminismo. ¿Es un espacio de «incomodidad productiva»?
Espero que sí. A mí, al menos, me ha generado mucha incomodidad escribirlo. He tenido que preguntarme muchas cosas mientras lo hacía y, si he conseguido transmitir algunas de las tensiones que se manifestaron en mí y en las personas que participamos en la edición del libro, si funciona para generar esos espacios de incomodidad o de movimiento… genial. No podemos salir del debate con menos preguntas de las que teníamos antes de entrar.

Hegemonía y novedad

Jokin Azpiazu propone revisar cuáles son, en la actualidad, los modelos de masculinidad hegemónicos. “Hemos tendido a visibilizar algunos modelos que nos han servido para metaforizar las conductas de masculinidad más negativas, pero creo que se nos ha ido de las manos”, dice. Según él, en su momento histórico, el modelo de “machirulo”, del machismo más evidente y descarado –hombre que no llora, siempre valiente, muy heterosexual, etcétera–, funcionó. Pero ya no; señala la existencia de otros modelos, que pueden parecen más modernos o alternativos, pero que solo “están tomando caminos distintos para conseguir los mismos efectos que antes”.
Es por ello que la separación, entre lo nuevo y lo viejo, que supone el concepto “nuevas masculinidades”, tampoco le convence. Cuenta que cuando, en la Barcelona de la década de los 70, los maricas empezaban a hacer visibles sus masculinidades diferentes, nadie las categorizó como “nuevas” –se les llamaba “locas” o “locazas”– y que no fue hasta que la hombría heterosexual de clase media comenzó a repensarse cuando se habló de algo novedoso.
A cambio de “nuevas masculinidades”, se adhiere al uso de un término acuñado por la socióloga americana C. J. Pascoe: “masculinidades híbridas”. “En vez de plantear el debate entre nuevas y viejas”, opina, “habría que hacerlo desde la hibridación” de las mismas: a las hegemónicas, se incorporan elementos no-hegemónicos y, de esa manera, nacen nuevos modelos que, aunque visiblemente aparentan inocuidad, siguen utilizando la masculinidad como herramienta de poder. “Es obvio que ya no funciona el modelo más garrulo en todo momento y lugar y, de igual manera que las democracias se han tenido que disfrazar de democracias modernas, la masculinidad tiene la necesidad de modificarse y de adaptarse para mantener su dominación”, sentencia.
Para terminar a este respecto, deja una reflexión sobre la mesa: “¿Tenemos que concentrarnos en proponer y reivindicar una masculinidad diferente o, simplemente, podemos mirar la masculinidad en sí como un problema? Porque igual me interesa más intentar dejar de ser un hombre, que tratar de ser uno nuevo”. Quizá Masculinidades y feminismo no dé respuesta a todas las preguntas que vierte, pero sí expone unas pistas, para que cada cual saque sus propias conclusiones.
¿Qué efecto deseas provocar?
El libro está escrito desde la sinceridad de las experiencias que he vivido, sí, pero también desde la confusión, desde debates que aún hoy siguen abiertos. No intenta cerrar cosas; intenta abrirlas. Quien tenga voluntad de leer un libro que deje el asunto cerrado no lo va a disfrutar tanto como quien tenga voluntad de pensar, de repensarse y de hacerse más preguntas.




viernes, 26 de mayo de 2017

Sin apoyo institucional

Campaña de Chrysallis Euskal Herria

Dos niñas –una con pene y otra con vulva– y dos niños –con la misma formulación–, más una frase –«Hay niñas con pene y niños con vulva. Así de sencillo»–, son los ingredientes que componen el cartel que la asociación de familias con hijos transexuales Chrysallis Euskal Herria colocó, a principios de este año, en varias marquesinas del País Vasco y de Navarra. No estuvo exento de polémica; un mes después, la organización ultracatólica HazteOír sacaba a pasear por Madrid un autobús que replicaba con otro mensaje: «Los niños tienen pene. Las niñas tienen vulva. Que no te engañen». Pese al fuego cruzado, Eva Sever, miembro de Chrysallis, asegura que cumplieron su objetivo: «sacar el debate a la calle».

Sin duda, desde entonces la realidad trans está en el candelero. Y es necesario. En España, salvo en algunas comunidades, para que una persona transexual pueda acceder a la hormonación, a las cirugías de reasignación o al cambio de sexo en los registros oficiales, debe hablar primero con el psiquiatra. Él dará el visto bueno siempre que diagnostique una disforia de género –para la Organización Mundial de la Salud, «un trastorno mental»–; sí, así siguen tratando a esta persona, como si estuviese enferma.

En el País Vasco el requisito es el mismo. Chrysallis Euskal Herria demanda, además de dicha despatologización de la transexualidad, la habilitación de un centro especializado para las familias y, en los centros escolares, tanto la formación del profesorado como la atención especializada a cada alumno y alumna transexual. A pesar de haber tenido este mes varias reuniones con el Gobierno Vasco, Eva Sever asegura que, «de momento, apoyo institucional, ninguno». Entretanto, Cataluña ha borrado la psiquiatría del proceso, Navarra ha creado un centro para las familias y Madrid ha implantado la educación sobre diversidad sexual en las aulas.

Mientras un estudio de la Academia Pediátrica Americana probaba en 2016 que los menores en situación de transexualidad, que sí son apoyados, tienen los indicadores «calidad de vida» y «felicidad» similares al resto de la población, las instituciones vascas siguen sin mover un dedo. Su actuación frente a la situación de estos niños y estas niñas no es relegable a un segundo plano, pues obstaculiza, como dice Eva Sever, algo fundamental: «Que se les escuche, se les acompañe y tengan los mismos derechos que el resto de personas».



sábado, 4 de marzo de 2017

«La obligación de un buen profesional es enterarse de cómo funcionan las cosas»



Lucía Martínez Odriozola, periodista y profesora


Lucía Martínez Odriozola (Bilbao, 1958) es periodista y profesora en la Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación de la UPV/EHU, donde también es secretaría de la Comisión de Igualdad. Además, es vocal de Begira, una comisión, adscrita a Emakunde-Instituto Vasco de la Mujer, que se dedica al asesoramiento y análisis de la discriminación por sexo en los ámbitos de la publicidad y la comunicación. En su despacho, responde a cuestiones sobre el tratamiento informativo a la comunidad LGTBI+, reivindicando la profesionalidad del periodista, cuya obligación es «sumergirse en los temas que le quedan muy lejos».

No tarda demasiado en hacer un diagnóstico de la situación; Lucía Martínez afirma que el tratamiento periodístico que se le da a las informaciones relacionadas con los colectivos LGTBI+ «brilla por su ausencia». Solo reconoce que hay momentos en los que «el tema se pone muy de moda» y señala, como ejemplo, el mediático caso del autobús del grupo ultracatólico HazteOir, que circulaba por la ciudad de Madrid exhibiendo lemas transfobos como 'Los niños tienen pene', 'Las niñas tienen vulva', 'Que no te engañen', 'Si naces hombre, eres hombre' o 'Si eres mujer, seguirás siéndolo'.

Aunque sostiene que, en las redacciones, «el tratamiento que se hace no es de presencia continua, ni siquiera de profundización», no cree que las malas prácticas estén presentes por igual en todos los medios de comunicación españoles: «En determinadas comunidades, como en la Comunidad Autónoma Vasca, se están desarrollando unas políticas con infancia y transexualidad, yo creo, muy bien hechas».

No obstante, la periodista bilbaína mantiene que las diversas sexualidades no son una prioridad para los medios de comunicación y que «son más un exotismo, casi como espectáculo más que como información». Declara que, mientras sí se están analizando otras cuestiones informativas importantes, como la presencia de las mujeres o el tratamiento de la violencia de género, no se hace tanto con la comunidad LGTBI+. «Se trata, pero más bien de una manera frívola y anecdótica», dice, y ejemplifica con las imágenes que habitualmente se usan para representar a dichos colectivos en las grandes cabeceras de España: «muy sexualizadas, erotizadas».

Lucía Martínez observa una evolución. Según ella, hasta hace unos años, la concienciación periodística sobre el tratamiento adecuado a la diversidad sexual era inexistente: «La terminología que empleábamos era absolutamente imposible de utilizar hoy en día. Se utilizaban unos términos... Para la transexualidad –según la RAE, “dicho de una persona que se siente del sexo contrario” y que, “mediante tratamiento hormonal e intervención quirúrgica”, adquiere esos caracteres sexuales– se utilizaba “hermafrodita” –“que tiene testículos y ovarios, lo cual le da apariencia de reunir a ambos sexos”–. De ponerte los pelos de punta». La periodista afirma que las personas transexuales, desconsideradas por los medios, eran «gente que vivía una tristeza perpetua y que le duraba toda la vida, si es que conseguían vivir, abocados a mundos sórdidos».

«Y esto, ¿cuándo empieza a llegar a los medios de comunicación?», pregunta al aire. Explica que el germen fue la información sobre la homosexualidad y que, actualmente, ya hay prensa, con «una perspectiva que tiene que ver con el género y que no se usa para nada en los medios generalistas y hegemónicos», que comienza a hablar de sexualidades diversas. «No obstante», sentencia, «hay medios que todavía no han llegado al siglo XXI».

¿Dónde está la raíz del problema? Ella lo tiene claro: «Heteropatriarcado. No hay otra». Según la Fundación del Español Urgente, el heteropatriarcado es «el sistema sociopolítico en el que el género masculino y la heterosexualidad tienen supremacía sobre otros géneros y sobre otras orientaciones sexuales». También apunta otra razón: la ausencia de formación de los profesionales en los medios de comunicación, para los que los buenos tratamientos hacia personas homosexuales, transexuales, bisexuales, intersexuales, etcétera, son «arrabales» de sus intereses. «Pueden hacer un esfuerzo para formar a alguien en deportes», dice, «pero no lo van a hacer para que se forme», por ejemplo, «en género».

La profesora de periodismo cuenta que son pocos quienes dan un buen trato y que, los que lo dan, «casi siempre son medios que nacen del activismo, como puede ser Pikara», revista digital que fundó en 2010 y que, como se presenta en las redes sociales, apuesta por la información con «un enfoque feminista, crítico, transgresor y disfrutón». «Tiene que haber una especie de chispa que tenga algo que ver con lo personal para sumergirse en este mundo y aprender a hacer las cosas bien»; chispa que puede ser, por ejemplo, «tener el problema en casa, tener el problema cerca. De alguna forma, verse afectado para que surja el interés del profesional en formarse».


«Doble o triple»

El “techo de cristal” es un término metafórico que, según la psicóloga argentina, Mabel Burín, representa una «superficie superior invisible en la carrera laboral de las mujeres, difícil de traspasar» y de detectar porque «no existen leyes ni dispositivos sociales establecido ni códigos visibles que impongan a las mujeres semejante limitación». Pues, bien, en opinión de Lucía Martínez, cuando añadimos a la ecuación a los colectivos LGTBI+, el “techo” se fortalece.

En estos casos, asegura, las personas, sean o no profesionales de la información, están ante la «doble o triple discriminación» y pone un ejemplo –«Si tenemos a una mujer trans, inmigrante, con la piel de otro color, tenemos una cantidad de elementos discriminatorios que hace casi imposible la igualdad de trato»– detrás de otro –«Es trans, es inmigrante, trabaja como puta, es negra...–. Suspira, mira al vacío y lamenta: «Qué peso».

La docente dispara la última lección, la que daría a un periodista desentendido: «Que fuera profesional y que considerara que la obligación de un buen profesional es enterarse de cómo funcionan las cosas, sumergirse en los temas que le quedan muy lejos».




miércoles, 23 de noviembre de 2016

«Cúrele, señor juez»


Conus geographus


De los creadores de «La mayoría de las denuncias son falsas», «La Igualdad ya existe, mujer», «Custodia compartida impuesta ¡ya!» y «La Ley Integral contra la Violencia de Género discrimina a los hombres», llega el Síndrome de Alienación Parental (SAP), otra argucia fundamental, de las tantas y variopintas, que componen el kit de supervivencia postmachista; ¡el no va más!

Así es. La perversidad sigue constituyendo, para los machos de turno, uno de los rasgos intrínsecos de la mujer. Según ellos, las mamás “perversas” están dispuestas a dedicar, tras una separación, cuerpo y alma en hacer un lavado de cerebro a sus hijos con un objetivo: que no quieran estar con sus papás ­—porque, por meras casualidades, los afectados suelen ser los varones—. El SAP consiste en eso: uno de los padres (el progenitor alienador) manipula a su hijo para que termine odiando al otro (el progenitor alienado). Cuando el supuesto síndrome se presenta, además, el niño colabora en los ataques, y todo ello, en efecto, sin justificación alguna. A primera vista suena creíble.

Papel mojado. Fue acuñado en 1985 por Richard Gardner, un propédofilo médico estadounidense, y sigue sin ser aceptado en ninguna clasificación de trastornos y enfermedades mentales. No ha sido el primer intento. Poco antes, el doctor Daniel Turket, escatimando en maquillar la denominación, identificó el SMM, cuyas siglas significan ­—¡atención!­— Síndrome de la Madre Maliciosa. Poco más que añadir a este respecto. Solo es oportuno reconocer el esfuerzo de Gardner por hacer un correcto uso del disimulo en el planteamiento: alienación parental suena mucho mejor, y así, al menos, no parece un arma contra los maltratados y un escudo para los maltratadores. Ahora el invento misógino funciona y, a pesar de la inexistente evidencia científica, jueces y juezas firman sentencias apoyados en él; apoyados en el aire.

El caracol marino Conus geographus ostenta uno de los venenos más letales de la Tierra y, actualmente, está siendo investigado con el fin de fabricar una insulina ultrarrápida que facilite el tratamiento a los diabéticos. Hasta ahí, nada más. Los responsables del estudio calculan que podrían tardar hasta una década en convertir la sustancia en un medicamento viable, así que no conviene experimentar con ella todavía; muchos podrían estirar la pata, ¿no? Pues es sencillo. Con el SAP ocurre lo mismo: no ha sido probado. Todo en contra y, sin embargo, la Justicia lo emplea autoproclamándose la encargada de validarlo; el único síndrome que solo puede curar un juez.


P.D.: Claro que existen casos en los que la madre (y el padre) manipula al hijo con malicia y sin motivo aparente, pero destacar ese dato en pro del SAP, comparte similitudes con argumentar que la mayoría de las denuncias por violencia machista son falsas —un informe elaborado por el CGPJ,determina que esa "mayoría" supone el 0,4%—.


martes, 22 de noviembre de 2016

«Qué ganas de complicarte la vida»


Portada de 10 ingobernables



Con la naturalidad necesaria para romper esquemas, June Fernández Casete (Bilbao, 1984), periodista y directora de la revista Pikara Magazine, recoge y relata en su primer libro, 10 ingobernables. Historias de transgresión y rebeldía, los testimonios de «gente que», como adelanta el prólogo, «prefiere complicarse la vida que asfixiarse en el estrecho y absurdo modelo de normalidad». Diez capítulos y diez formas de vivir que retratan modelos estéticos, sexuales y sociales con el objeto de visibilizar una diversidad rechazada, castigada y maltratada.

El género de la obra es una mezcla de muchos. No hay olvido para el estilo periodístico, pues se trata de una decena de “historias de vida” —poco habituales en la prensa española—, aunque, eso sí, llevadas al extremo más literario. Además la autora mantiene en constante presencia la primera persona del singular, revelando la pasión que, como se manifiesta en la solapa, tiene, desde niña, por escribir diarios; al fin y al cabo, es una memoria de los descubrimientos que ha realizado en España y, durante sus periplos como periodista y activista, en Latinoamérica.

Durante la narración, se aglutinan las notas a pie de página. Por un lado, queda demostrado el abrumador conocimiento y la incisiva documentación, pero, por el otro, se entorpece e interrumpe la lectura de principio a fin; para agilizarla, es posible acabar sorteando dichos elementos paratextuales que, en algún caso, podrían haber sido incluidos en el texto. Necesarios e inamovibles son, sin embargo, los dibujos, en la portada y en cada capítulo, que aporta la ilustradora Susanna Martín y que facilitan la cercanía entre el lector y cada protagonista.

¿Gastar el tiempo en contar historias de personas socialmente incomprendidas? ¿Visibilizar, esa incomprensión injustificada, para causar cortocircuitos mentales? ¿Demostrar que los derechos humanos son papel mojado? «Qué ganas de complicarte la vida» —en alusión a un fragmento del libro—. June Fernández tampoco se ha asfixiado; hace lo que le da la gana; es una ingobernable.



FICHA TÉCNICA: 10 ingobernables. Historias de transgresión y rebeldía. June Fernández Casete. Ilustraciones de Susanna Martín. Libros del K.O. Madrid, 2016. 261 páginas. 15,90 euros (electrónico: 6,99 euros).


Lo ha vuelto a lograr


Portada de Un monstruo viene a verme

Como en sus otras dos obras —El orfanato (2007) y Lo imposible (2012)—, Juan Antonio Bayona ha desmenuzado una cebolla en la cara de los espectadores. Esta vez con Un monstruo viene a verme, película con la que cierra una trilogía centrada en la correlación entre dos elementos: los vínculos materno-filiales y la muerte.

La historia comienza a las 00:17, cuando un árbol milenario saca sus raíces de la tierra para caminar hasta la ventana de Connor O´Malley (Lewis MacDougall), un niño de 12 años en apuros: su madre (Felicity Jones) padece una grave enfermedad; su padre (Toby Kebbell) vive alejado, junto a su nueva familia; y Connor, a su corta edad, carga con demasiadas responsabilidades. Por medio de la imaginación, ha pedido ayuda a un monstruo (Liam Neeson). Junto a él, se enfrentará a sus miedos; tendrá que prepararse para hacerse mayor antes de tiempo.

Aunque las interpretaciones son magistrales, el hilo argumental se alimenta en exceso de la relación entre niño y árbol, desestimando el jugo que podría haberse obtenido del resto de personajes. Además, el filme perdería la magia sin las melodías del compositor vizcaíno Fernando Velázquez y las atractivas ilustraciones de Jim Kay, elementos indispensables para, primero, emblandecer el corazón y, en segundo lugar, golpearlo una vez tras otra.

En la novela homónima de Patrick Ness (asimismo guionista en la adaptación cinematográfica), basada en una idea original de la escritora Siobhán Dowd, prima un tono crudo; en la película, sin embargo, se sacrifica para poder cumplir, una vez más, la función básica de los largometrajes del director catalán: conmover, hacer llorar a cualquier precio. Plano por plano, el sentimentalismo se exhibe con alevosía y conviene, por tanto, tener preparado un pañuelo de principio a fin; uno puede picar el cebo en cualquier momento.